Hijo de la Tempestad
Las aguas del sur de Suramei estaban en calma, pero el viento no. Golpeaba con ráfagas que no pertenecían a esta estación ni a esta costa. Como si el propio mundo quisiera advertirle a los vivos que algo antiguo volvía a navegar.
Desde el horizonte, una silueta rasgaba la bruma: velas negras, desgarradas por años de exilio. El casco del galeón crujía como si aún recordara las tormentas que casi lo hundieron. Y sobre la cubierta, erguido como una sombra erguida contra el ocaso, estaba él.
Lars Frederiksen había vuelto.
Durante años se ocultó en las grietas del mundo. No por cobardía… sino porque había algo que lo cazaba. No tenía nombre, ni forma fija. A veces era un susurro en la madera podrida de una taberna; otras, una figura parada junto al fuego sin rostro visible. Lo sentía en sus sueños, en el eco de las cavernas, en los reflejos del agua. No era muerte, no era un dios. Era peor: era un recuerdo que no quería morir.
“Pensaron que estaba muerto”, murmuró con voz seca, rasposa por la sal y los silencios prolongados. “Dejé que lo creyeran. Y aún así… me encontró.”
La corrupción que lo rozaba antaño ya no era un roce. Era un pacto tácito. Algo dentro de él había dejado de resistirse. Y sin embargo, no era un esclavo. No del todo.
Con su arpón cruzado a la espalda, fuego aún latiendo débil en sus puntas, descendió del barco cuando este tocó tierra. Su armadura, ennegrecida por cenizas antiguas, crujía como si contuviera secretos demasiado densos para hablar.
Los perros aullaron antes de que sus botas tocaran el barro del puerto. Los hombres bajaron la mirada. Las mujeres cerraron las ventanas. El viento trajo ceniza.
Un hombre, envuelto en harapos, se atrevió a mirarlo. “¿Dónde estuviste, Drow?”
Lars se detuvo, como si esa pregunta abriera una puerta que llevaba mucho tiempo conteniéndose.
“No donde quería… sino donde me necesitaban.” Sus ojos rojos brillaron un instante, reflejando algo que no era luz. “Y ahora, he vuelto para aquello que aún me pertenece.”
El cielo gruñó. No por tormenta. Por presagio.
Porque Lars Frederiksen ya no era solo un mercenario. Era una herida abierta en el mundo.
Y empezaba a sangrar de nuevo.
Autor: eldoctordelacumbiayrumba